En este artículo el botánico, profesor de la Universidad de Magallanes y autor/colaborador de libros sobre flora, especialmente de la región de Magallanes, Osvaldo Vidal, junto a Tamara Sanhueza, hacen un magistral recorrido por el sendero del fascinante Monte Tarn
Texto: Osvaldo Vidal, Tamara Sanhueza y Paula Fernández
Fotos: Claudio Vidal y Osvaldo Vidal
Desde los bosques siempreverdes hasta los pedregales altoandinos, el Monte Tarn (825 m) condensa la diversidad vegetal de la Patagonia austral.
Una montaña con historia y vida
Junto al Estrecho de Magallanes, a unos 80 kms. al sur de Punta Arenas, se eleva una montaña que guarda en su interior un compendio de historia natural. Nos referimos al Monte Tarn.

Con 825 metros de altitud, esta cumbre ofrece un viaje vertical por los principales tipos de vegetación subantártica, desde los bosques siempreverdes hasta el desierto altoandino. La primera descripción botánica de este cerro data de febrero de 1827, cuando el botánico James Anderson, el cirujano John Tarn y el capitán Parker King (HMS Adventure) ascendieron su ladera cubierta de musgos. Anderson dejó escrita una imagen que aún describe perfectamente el lugar: “Nuestra ruta atravesaba por un espeso matorral, y luego ascendía gradualmente por entre árboles caídos, cubiertos de una capa de musgo tan gruesa, que a cada paso nos hundimos hasta la rodilla, antes de pisar firme.”
Es curioso pensar que casi dos siglos después, esa escena sigue patente:. Een los primeros metros del sendero, el visitante se interna en un bosque húmedo, donde el suelo es una esponja viva de raíces, troncos, pequeños helechos, y también de musgos.
El bosque siempreverde: donde comienza la aventura

El recorrido se inicia al nivel del mar, en una franja costera donde la arena, el viento y la sal permiten el crecimiento de unas pocas especies adaptadas al albedo*: la oreja de vaca (Senecio candidans) y el apio austral (Apium prostratum).

Muy pronto, sin embargo, la vegetación cambia bruscamente: aparece el bosque perenne de coihue de Magallanes (Nothofagus betuloides), acompañado por el canelo (Drimys winteri). Son árboles que nunca pierden la hoja, lo que da al ambiente un carácter umbrío y húmedo. En su sotobosque prosperan los helechos película (Hymenophyllum spp.) y el arbusto Lebetanthus myrsinites, cuyas hojas brillan por la humedad constante. Todo el suelo está cubierto por una gruesa capa de hojarasca, donde habitan numerosas especies de hongos y líquenes cuyas especies apenas son conocidas.


Turberas y el musgo pompón como ingeniero ecosistémico
A unos 200 m de altitud, el bosque se abre y el suelo comienza a hundirse bajo los pasos del caminante. Es el dominio del musgo pompón (Sphagnum magellanicum), el verdadero ingeniero ecológico de estas latitudes.

A su vez, las turberas son humedales fríos donde la materia orgánica apenas se descompone, formando depósitos de varios metros de profundidad que almacenan agua y carbono durante siglos. Entre las masas esponjosas de pompón surgen pequeñas islas de vegetación donde crecen Astelia pumila, una hierba que forma cojines duros y compactos y el ciprés de las Guaitecas (Pilgerodendron uviferum), cuyas poblaciones en el Monte Tarn son las más australes del mundo y alcanzan unos 800 años de edad. A su alrededor, la murtilla de Magallanes (Empetrum rubrum) pinta el paisaje de rojo intenso durante el verano, mientras que diminutas plantas carnívoras, como la drosera (Drosera uniflora), cazan insectos atrapándolos en su mucílago brillante.

A su alrededor, la murtilla de Magallanes (Empetrum rubrum) pinta el paisaje de rojo intenso durante el verano, mientras que diminutas plantas carnívoras, como la drosera (Drosera uniflora), cazan insectos atrapándolos en su mucílago brillante.
Estas turberas, aparentemente frágiles, son auténticas fortalezas ecológicas: retienen agua, filtran nutrientes y regulan el microclima local. Caminar por ellas es avanzar sobre el corazón húmedo de la Patagonia.
El bosque caducifolio y el krummholz: cuando el viento manda
A partir de los 250 metros, la temperatura disminuye y la nieve invernal se acumula por más tiempo. Aquí el paisaje cambia nuevamente: aparece el bosque de ñirre (Nothofagus antarctica), de troncos retorcidos y corteza gris.

A diferencia del coihue, el ñirre pierde sus hojas cada otoño, tiñendo la montaña de tonos dorados y rojizos. En el sotobosque crecen orquídeas palomita (Codonorchis lessonii), violetas del pantano (Viola commersonii) y la chaura enana (Gaultheria antarctica), que resisten los vientos fríos del sur.

En sectores más anegados, el bosque se mezcla con turberas graminoides, dominadas por el junquillo (Marsippospermum grandiflorum) y la pequeña planta carnívora pingüícula (Pinguicula antarctica).
Más arriba, el bosque se achaparra y adopta formas encorvadas: es el krummholz, el bosque curvado por el viento. Este paisaje, que parece salido de un cuento, marca el límite altitudinal del crecimiento arbóreo.

El herbazal altoandino: flores que resisten al hielo
Sobre los 600 metros, los árboles desaparecen y se abre un paisaje de herbazales y pedregales. Aquí la vegetación se dispersa entre rocas y neveros, adaptada a condiciones extremas de radiación solar, viento y sequía edáfica. Entre las especies más notables destacan la flor de chocolate (Nassauvia magellanica), la llaretilla (Azorella monantha), la violeta de tres dientes (Viola tridentata) y la hamadryas (Hamadryas kingii), cuyas hojas plateadas reflejan la luz. Cada una de ellas ha desarrollado estrategias únicas: formas en cojín para conservar calor, hojas coriáceas que evitan la deshidratación o raíces profundas que buscan la humedad bajo la roca.

En primavera, cuando la nieve retrocede, estos herbazales se transforman en un jardín efímero de flores diminutas que sólo viven unas pocas semanas.
Es el tramo preferido de los botánicos atentos, que descubren cómo en el frío extremo, la vida florece.
Plantas con historia y leyenda
El Monte Tarn no sólo reúne ecosistemas; también guarda historias.
Aquí fue recolectada, a 600 metros de altitud, la especie Primula magellanica, descrita por primera vez para la ciencia en el siglo XIX. El calafate (Berberis microphylla), emblema de la Patagonia, ofrece sus bayas azules al borde del sendero y cuenta la leyenda que quien las prueba regresará al sur.

El cadillo (Acaena magellanica), la llaretilla y el apio austral fueron usados por los pueblos originarios Kawésqar y Selknam para alimentarse o curar dolencias. Y entre los musgos del “Mirador de la atrapamoscas” se esconde la pequeña drosera, ejemplo perfecto de cómo incluso una planta puede volverse cazadora en un ambiente pobre en nutrientes.
Una lección de ecología en cada paso
Estudios recientes realizados en el sendero del Monte Tarn han mostrado que el pisoteo de excursionistas reduce drásticamente la cobertura vegetal, de más del 90 % a menos del 30% y disminuye la riqueza florística. Los suelos turbosos, al compactarse, pierden su capacidad de absorber agua y regenerarse. Por eso, los científicos recomiendan medidas de restauración ecológica que van desde la rotación de tramos hasta la translocación de parches de turba viva. Cada paso que damos sobre este terreno blando deja huella, literal y ecológica.
Caminar con cuidado, permanecer en los senderos y evitar zonas saturadas no sólo es un gesto de respeto, sino una forma de conservación activa.
El jardín del fin del mundo
Recorrer el Monte Tarn es una experiencia única.
En apenas cinco kilómetros se atraviesan prácticamente todos los pisos de vegetación de la Patagonia austral.
El viaje comienza entre árboles centenarios que retienen la humedad del océano y termina en un paisaje mineral donde las flores crecen entre rocas heladas.
Charles Darwin, al observar estas montañas en 1834 desde el Beagle, escribió que “el aspecto de la vegetación en Magallanes parece un mundo en miniatura”. Hoy, quien asciende al Monte Tarn puede comprobarlo: cada metro de elevación revela un cambio de vida, de color y de textura. Aquí, en los confines del continente, las plantas enseñan una lección silenciosa sobre resistencia, adaptación y belleza.
El Monte Tarn no sólo es una montaña: es un herbario vivo al borde del mar.